elogio de los hombres

Estoy harta de escuchar que somos unas berracas porque hacemos oficio, porque lavamos los platos, porque les cambiamos los pañales a los niños. Estoy harta de que nos llevemos las palmas por el nada milagroso azar de ser parte del cincuenta y dos por ciento de la población: estoy harta del elogio de lo femenino.


Y estoy harta de escuchar que somos mejores trabajadoras, menos corruptas, más eficientes, más prácticas, más terrenales que los hombres. Estoy harta de escuchar que tenemos mejor capacidad de expresión verbal. Estoy harta de escuchar que sufrimos mucho por la avalancha de imágenes de perfección corporal a la que somos sometidas. Y sobre todo y por encima de todo, estoy harta de la absurda trampa que nos hemos tendido a nosotras mismas: nos movemos al vaivén de un extraño péndulo que de un lado tiene la corona de mártires de la cultura patriarcal y del otro el cetro de las grandes triunfadoras del mundo contemporáneo.


No quiero decir que el siglo XX no ha significado una enorme revolución de nuestro papel en la sociedad. Ni que este comentario ataña tal vez sólo a una elite. Lo que quiero decir es que hoy siento, más que nunca, que ese discurso femenino es manco, que me hace falta algo, que hay un vasto territorio de lo no dicho, y que es el que ahora quiero esbozar aquí. Es hora de hacer un elogio de los hombres.


 Muchísimas veces he pensado en el difícil y silenciado misterio de la masculinidad. En lo extraño que debe ser tener que hacerse hombre. Porque en nuestra sociedad, las mujeres parecen nacer y los hombres, en cambio, se tienen que hacer. Desde el consabido “no llores”, hasta el trago amargo inicial de la posibilidad del rechazo (al fin y al cabo, nosotras elegimos) que tienen que echarse a la boca, los hombres tienen que aprender a crecer de una manera insospechada para nosotras. Nosotras crecemos más rápido. Y ellos tienen que descubrir que de ser nuestros pares hemos pasado a desecharlos, que de golpe y porrazo los consideramos unos niños y preferimos a otros, más grandes, supuestamente más hombres. ¡Eso tiene que ser muy duro!

 

Si uno intentara resumir nuestro discurso cotidiano acerca de los hombres, pónganse a ver y se darán cuenta de que nos construimos como único referente de ese discurso. No somos capaces de verlos a ellos. Nuestro análisis de lo masculino es de un simplismo bobalicón porque su núcleo es su relación con nosotras. Podríamos llamarlo “el síndrome del nome”: no me mira, no me quiere, no me habla, no me escucha, no me llama. Y el hecho real es que rara vez pensamos en ellos. En la filigrana, en la sustancia misma del ego masculino. Sumidas en nuestra propia complejidad y nuestra tendencia a interpretar cada palabra, cada gesto, como un indicio de un designio absoluto, les exigimos que su condición se parezca a la nuestra. Y aquí cito a un hombre: “En una fracción de segundo, la mujer hace de lo mínimo una interpretación del mundo”. En el fondo, nos negamos a aceptar aquello que supuestamente deseamos: la condición masculina. Su esencia primitiva, rudimentaria, esa naturaleza cazadora que se enorgullece de la conquista, que nos considera su trofeo. Hay algo animal (y por tanto natural) en su deseo de posesión, pero somos incapaces de admitir que en ello hay un elogio maravilloso. Y, cosa absurda, los tachamos de machistas.

 Lo que pasa es que queremos ser queridas sólo en nuestros términos. Ellos intentan ser más flexibles, y en el fondo, son mucho mejores estrategas que nosotras. Cito de nuevo una voz masculina: “El amor parece tener más plasticidad  para el hombre”.


 Pues sí. Ya es hora. Los hemos escuchado decir mil veces que no pueden vivir sin nosotras. Creo que es hora de admitir que les hemos dado tanto palo últimamente que no se atreven a hablar, y de decirles, sin tanta basurita en la cabeza, que son estupendos, y que nosotras tampoco podemos vivir sin ellos. Eso sí que es feminismo.

 

Marianne Ponsford :: sábado, 27 de enero de 2007

 

 


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Commenti: 1
  • #1

    Djamanda (domenica, 30 settembre 2012 12:22)


    è che quando mi lancio nella lettura dello spagnolo mi ci vuole un po' di tempo,ancora,comunque alla fine: ci arrivo.

    Marianne Ponsford ha ragione, pienamente ragione.
    Perché lei traccia l 'immagine della donna comune e noi donne comuni siamo eccezionali solo in situazioni di estrema "emergenza".

    Nella quotidianità noi donne comuni, noi donne di massa mischiate alla massa, siamo petulanti, lamentose, quasi infantili.

    E' un concetto difficile quello che in due righe tento di spiegarti ma che nella mia testa è chiarissimo.
    E' anche un concetto impopolare ma è il concetto di una donna che lavora in mezzo alle donne e che ogni giorno vorrebbe lavorare con uomini.

    Ci hanno regalato le favole e anche la loro fine scontata, dove la donna viene salvata dal principe e vessata da altre donne insegnandoci a lamentarci senza lottare e a subire di tutto.

    Ecco perché alcune figure di Donne in situazioni di "emergenza" sviluppano la loro "eccezionalità" accompagnata dal bisogno incondizionato del Dare sempre e a prescindere.

    Finita la fase della abnegazione si torna ad immergersi, tra una razzolata e l'altra, nel lamentoso vivere quotididiano.

    Mentre l'uomo, di contro, nei momenti di "emergenza" continua a amalgamare la compassione per gli altri con la razionalità riuscendo così a darsi e a dare in un modo più contenuto,senza annullarsi, senza farsi trascinare dalle correnti di una passionalità smisurata.



    Resta il fatto, come dice Marianne Ponsford che i nostri due mondi si attraggono e si cercano continuamente perché come in uno scambio tra vasi comunicanti l' uno completa l' altro.

    E si impara...

    Dja :)*